martes, 30 de noviembre de 2010

Un alto en el camino

     El sol caía ahora en perpendicular sobre nuestras cabezas. Ninguna nube en el cielo claro obstaculizaba al ardiente sol de Nuevo México, que batía nuestros sesos inmisericorde. Incluso mis captores, montados sobre sus cabalgaduras y con los rostros bajo la sombra del ala del sombrero, rebuznaban como bestias. Mi situación era obviamente peor. Una soga me rodeaba el cuello, de la cual tironeaba aquel forajido mexicano al que habían llamado Mendoza. Había cubierto a pie, acicateado continuamente por el bandido, una considerable distancia bajo el sol abrasador del desierto. Las heridas del hombro y el antebrazo me escocían cada vez más, como si diminutas hormigas incandescentes reptaran debajo de mi piel. Era una mala señal.
     -Por esta región hay un viejo almacén abandonado, si mal no recuerdo.- Oí decir al mexicano.
     -Podríamos pasar allí la noche ¿no?- Intervino otro forajido, rubio y delgaducho, que mascaba tabaco obsesivamente.
     -Este sitio no me gusta.- Oí decir a un tercero, vestido con un traje negro con delgadas líneas blancas y un bombín inglés. Tenía dos largas trenzas negras y un rostro moreno y pétreo, sin duda indio.
     -¿Qué te pasa, Jefe?- Dijo el rubio delgaducho. Intuí que Jefe debía ser el apodo del indio, pues estaba claro que el tal Mendoza era el que manejaba los hilos.
     -Demasiada calma, demasiado silencio. No hay vida en este paraje, ni siquiera pájaros. Esta calma no es natural.- Dijo el Jefe.
     A veces me caía, pero el tipo que me llevaba atado no detenía su caballo y me arrastraba varios metros por el polvoriento terreno hasta que conseguía ponerme de pie. Mis pasos se entorpecía por el cansancio y la deshidratación y las fuerzas de mis piernas flaqueaban.
     -¡Vamos, idiota!- Decía mi custodio, tironeando la soga de vez en cuando.

     El paraje era desolador. Una llanura seca y polvorienta se extendía hasta donde alcanzaba la vista, charcos de falsa humedad se reflejaban en el terreno inhóspito por acción de los agresivos rayos del sol. En medio de aquella vacía vista había una pequeña y destartalada casucha. El mexicano indicó con el mentón que ese era el lugar donde iban a pasar la fría noche del desierto. No había movimiento ni indicio de vida. Aquel viejo almacén debía estar abandonado hacía mucho.
     Entraron en el almacén y me ataron a una viga, con las manos cruzadas a la espalda. Mis rodillas se doblaron como débiles éspigas que no soportaban mi peso. La deshidratación, la fatiga y un dolor creciente que venía del hombro y el antebrazo estaban acabando conmigo.
     -¿Por qué no te gusta este sitio, jefe?- Dijo el tipo delgaducho que mascaba tabaco.
     -Parece que los oigo Trent.- Dijo el indio, con la mirada perdida en pensamientos secretos.- están en oscuras y húmedas cuevas, olfateando el aire. Parece como si los oyera salivar en la oscuridad al olernos...
     -A propósito ¿Qué es ese olor?- Dijo Mendoza, olisqueando el aire como un perro. Luego descubrió mi hombro y vio la dentellada que me dio el condenado en el foso de la encrucijada. Un olor nauseabundo emanaba de mi herida, junto a un fluido blanquecino, parecido a la pus. El mexicano se inclinó hacia atrás.
     -¡Qué sorpresa! ¡Te han infectado!
     Yo ya lo intiuía. Aquel picor insoportable, la sensación de las hormigas incandescentes debajo de la piel, sabía que eran los síntomas. Aquella circunstancia empeoró aún más la situación. Y como me había mostrado muchas veces la experiencia, cuando ya crees que nada puede ir peor, va peor, mucho peor.
     -Ya sabes que si no te dan el brebaje antes de que mueras...- Dijo el mexicano, deleitándose en cada sílaba.- ...Serás uno de ellos.
     Traté de mirarle a los ojos, pero los párpados se me cerraban, pesados como yunques. La frente estaba cada vez más ardiente, y el sudor cada vez más frío e insano. Sabía que tenía razón. Los condenados te maldicen al morderte, aquello que te transmiten te acaba matando, y cuando eso sucede renaces como uno de ellos. Una criatura antropófaga, no piensa, ni siente, solo actúa. Los indios tenían un brebaje que podía sanarte, pero solo era útil si lo recibias antes de morir. Como dicen, la muerte es el único mal que no tiene remedio.
     -En tu estado no durarás mucho, un par de días tal vez,  ...si estás hecho de buena madera.- Dijo el mexicano.- Luego vendrá la muerte, pero lamentablemente para tí ese no es el final. Te levantarás, y... ¿No tienes curiosidad por saber que se siente?- Rió, sádico.
    Mendoza se sentó junto a mí. Pese a mi estado pude percibir, para mi desgracia, su nauseabundo olor a sudor. El delgaducho que mascaba tabaco compulsivamente me miraba, sonriendo maliciosamente como una gárgola. El jefe seguía inquieto, mirando a todas partes como si esperase una amenaza inminente.
     -Hagamos un nuevo trato.- Dijo Mendoza, al cabo.- Tú necesitas apremiantemente el brebaje, y yo necesito apremiantemente lo que tú sabes a cerca del oro del sur. ¿Canjeamos una cosa por la otra? 

     La noche cayó sobre la destartalada casucha. No había luna ni estrellas, sino una oscuridad insondable. Entonces se escuchó el primer quejido, débil y antinatural. Mendoza ordenó apagar las lámparas y se llevó un dedo a los labios, indicando silencio.
     -Trent, mira por la ventana a ver cuantos son.- Dijo el mexicano.
     Trent se deslizó hasta la ventana, apartando sutilmente las cortinas que bailaban junto a la frágil ventana de cristal. El forajido rubio y delgaducho reprimió un grito agudo, instintivo, y luego se volvió hacia los demás, sudando como un cerdo conducido al matadero.
     -A veces me da miedo ese sexto sentido tuyo, Jefe.- Dijo, mirando al indio.- Hay cientos ahí fuera.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Un día de mala suerte

     -¡Vamos! ¡No tengo todo el tiempo!- Vociferó el mexicano, mostrandome su dentadura en una mueca feroz, animal. En la oscuridad de la noche brillaron varias piezas doradas, bajo el grueso y abundante mostacho.
     Yo permanecí en silencio, bajo la torrencial lluvia que azotaba la encrucijada de caminos que conducía al perdido Tombstone. El mexicano y sus compañeros empezaban a impacientarse. Entonces, y como si lo hubiese postergado intencionadamente, el forajido soltó una sonora carcajada.
     -¿Crees que no lo sé?- Dijo aprentando los dientes.- Dame el mapa y te dejaré vivir, de momento.
     Cuando oí sus palabras me recorrió un escalofrío que, torpemente, no pude disimular. El mexicano sonrió anchamente cuando interpretó mi gesto, y amartilló el revólver.
     -Ahora no podrás negar que no sabes nada ¿Verdad, muchacho?
     -¿Como lo sabes?
     -¿Acaso creías que un botín como el oro del sur no llamaría la atención de nadie? Deberías agradecerme que haya aliviado a tantos desperados que andaban buscando el tesoro. Esto es como una gran carrera ¿No te parece? Sí. Y Cada vez somos menos competidores.- Dijo sonriendo.
     -¿Ah sí? ¿Por qué debería decirte donde está el siguiente fragmento del mapa?- Dije, sin demasiado convencimiento, solo para ganar un tiempo con el cual no tenía ni idea de que hacer.
     -Este revólver con el que te estoy encañonando los sesos pesa cuatrocientos gramos y lleva en el tambor seis balas de once gramos cada una ¿Te parece una razón de peso?- Dijo el mexicano, y ya no sonreía.
     -¿Quién me asegura que no me matarás si te lo digo?- Dije lentamente, arrastrando cada silaba en el tiempo, intentando pensar en algo que me sacara de aquella situación que me estaba hundiendo hasta el cuello. Mi arma no funcionaba, la polvora estaba mojada debido a la lluvia torrencial y a mi baño con los dos condenados en el foso de Rodney Dagerfield. Y aunque estuviera en perfectas condiciones, ellos eran seis, lo cual no parecía un duelo muy igualado.
     -Nadie asegura que no te mataré si me lo dices, pero yo te aseguro que te volaré la cabeza si no lo haces en diez jodidos segundos. ¡Diez!
     La lluvia arreciaba con mayor virulencia si cabía y el dolor de las mordeduras me atenazaba con fuerza.
     -¡Nueve!
     Los forajidos se impacientaban y murmuraban entre ellos. Uno se adelantó al resto y dijo, intentando infructuosamente de protegerse de la lluvia con una gruesa manta de piel.- ¡Vamos, Mendoza! ¡Acaba con ese idiota, seguramente no sabe nada!
     -¡Ocho!
     El tipo que le sugirió al mexicano que me volase la tapa de los sesos tuvo seguimiento de los otros forajidos, que estaban encogidos por el frío.- ¡Eso! ¡Es mejor registrar a un muerto que interrogarle! ¡Mátalo de una maldita vez!
     -¡Siete! ...se te acaba el tiempo, gringo... ¡Seis!- Dijo el mexicano, exasperado por mi silencio.
     No tenía más salida que renunciar al mapa. Aunque en el fondo sabía que tan pronto como le dijese todo lo que me reservaba apretaría el gatillo sin dudarlo. Eso es lo que haría yo en su lugar.
     -¡Cinco! ¡Te quedan cinco segundos antes de reunirte con el creador! ¡Cuatro!
     Entonces lo ví todo con claridad. Me había llegado la hora. Lo único en que pensé entonces fue en arrastrar a aquel pestilente mexicano al infierno conmigo. Deslicé mi mano con suma discreción hasta rozar la funda del machete que colgaba del cinto. Con un poco de suerte me daría tiempo a abalanzarme sobre él, machete en mano, y darle un par de puñaladas antes de que sus compañeros me rociaran con una lluvia de plomo. No sería un mal final, me dije, claro está si conseguía matar a aquel cerdo.
     -¡Tres!
     Pero el corazón me dio un vuelco, uno de tantos en aquel ajetreado día. La funda estaba vacía. Entonces recordé a Rodney Dagerfield, hundiéndose en el pozo en que se había convertido su fosa, con mi machete clavado en su cabeza. Hoy no es mi día, me dije.
     -¡Dos!
     Sonreí, tal vez de desesperación, quizás de indiferencia. Aunque saliese vivo de allí, el señor Barrow había puesto un precio tan elevado por mi cabeza que haría rico al que la separara de mi tronco y se la llevase a su despacho. Aquella noche se pondría fin a mis miserias.
     -¡Uno!- Dijo el mexicano y apretó el gatillo. Del cañón salió un quejido débil y un delgaducho hilillo de humo blanco. El agua de aquella lluvia incesante también había terminado por mojar la pólvora de su revólver. Entonces, el forajido soltó una extensa retahila de maldiciones y lanzó la pistola al suelo embarrado. Luego se agachó a recoger el revólver y se volvió a uno de los suyos.
     -¡Eh, Jimmy! ¡Comprueba si tu revólver está seco!- Dijo el mexicano cuando se hubo recompuesto.
     -¡Sí, tómalo y acaba con esto de una maldita vez!
     El mexicano empuñó el revólver y, de repente, una chispa de luz se me encendió en los sesos.
     -¡Has tenido suerte, paleto!- Dije sonriendo, intentando aparentar la mayor serenidad posible. El mexicano me miró con ojos sorprendidos. Traté de evitar temblar por el frío, que me helaba los huesos, a fin de que el forajido no los interpretara como miedo o duda. Sabía que aquel hombre era un bruto, pero también intuía en su mirada que era más astuto que un zorro.
     -¡Veo que no lo entiendes, gringo! ¡La pistola apuntaba a tus sesos, no a los míos!
     -¡Seguro que no es necesario que te mencione al señor Barrow! ¿Verdad, amigo?
     -¿Y qué tiene que ver el señor Barrow en esto? No finjas que eres uno de sus hombres, hueles a vaquero a cien leguas.- Dijo el mexicano, que sonreía de nuevo.
     -Al contrario.- Dije, intentando que la excusa que iba a darle sonara a convincente.- Me ha puesto precio, pero me quiere vivo. El señor Barrow le ha enviado a él, y si se entera que tú me has matado, privándole de su venganza particular, también irá a por tí.- El mexicano ya no reía.
     -¡Mientes! Solo quieres ganar tiempo, cucaracha.
     -Quizás, o quizás no, y en ese caso más vale que te rodees de hombres de verdad y no esos maricas que te acompañan o pronto estarás más fiambre que yo.- Dije, y ciertamente sonó convincente, no obstante nada de lo que le había dicho era del todo mentira. Salvo que al señor Barrow le daba un ardite que me llevaran ante él vivo o dentro de un baúl, pero esto último por nada iba a decirselo.
     -¡Joder! Esta bien, cambio de planes, te llevaré hasta el señor Barrow y cobraré tu recompensa. Y si me has mentido, haré que tengas una muerte lenta. 
     -¿Y qué hay del fragmento del mapa, Mendoza?- Dijo uno de los forajidos.
     -Lo interrogaremos por el camino.- Contestó el mexicano, mirándome con sumo desprecio.- Y más vale que nos lo diga, porque será un viaje largo, muy largo. 

  

jueves, 11 de noviembre de 2010

La lluvia en la encrucijada

     Rodney Dagerfield excavaba como un poseso, dejando escapar de su boca burbujeante y llena de espuma un gruñido animal. El sudario en el que lo habían envuelto estaba desgarrado, pero aún cubría sus piernas. En la encrucijada, la lluvia arreciaba alrededor del foso en el que lo habían enterrado, y el cielo empezó a rugir de cólera. Cerca del foso yacía inerte el tipo que había custodiado a Rodney Dagerfield en su viaje al centro de la Tierra.

     Buscando a este simple cuatrero había dejado el Este para regresar al lejano y polvoriento Oeste. Pero Rodney Dagerfield, ahorcado aquella misma mañana en la encrucijada de Tombstone, escondía algo que me interesaba. Después de asistir al enterramiento del ladrón de caballos, me topé con el secretario del señor Barrow. Esa rata me recordó la deuda que contraje con el infame Barrow, hace ya algún tiempo, en el Este. Y en aquel sucio antro se me heló la sangre cuando me advirtió que le había enviado para ajustarme la deuda. A él...

     El condenado seguía excavando frenéticamente. Ajeno a mí y a la lluvia torrencial que empezó a inundar rápidamente el foso. Saqué el revólver y apunté a su nuca con serenidad. Ahora que pienso en ello creo que sonreía bajo el ala del sombrero. Me encanta acabar con esos condenados, sobre todo después de lo que pasó en Dogville. Amartillé el revólver con un chasquido metálico que el condenado no oyó, pero, de improviso, otro condenado se abalanzó hacía mí con la rapidez de un coyote. En un abrir y cerrar de ojos me hallé dentro del foso, con el agua hasta la cintura y aquel condenado encima. Sentí una fuerte presión en el hombro, sin duda una dentellada del condenado, y noté como dejó de morderme para buscar el cuello. Obviamente no se lo ofrecí, y me revolví con la desesperación de quién tiene puesta la soga al pescuezo. Golpeé a mi atacante sorpresa y me giré. Era el hijo de puta al que había mandado al infierno hace solo unos minutos. El hombre que puso el sheriff en la encrucijada para vigilar la tumba de Rodney Dagerfield. Me dije estúpido por haberme permitido tener aquel fallo, tal vez el último, y me eché lo más hacía atrás que me permitió el estrecho foso.
     El condenado volvió a la carga. Ví en sus ojos enrojecidos y su boca espumosa una visión horrorosa, algo que no podía describirse ni siquiera como animal. Se volvió a abalanzar tan rápido que apenas me dió tiempo de levantar el arma, apuntar hacía él, y apretar el gatillo. Un destello cegador iluminó fugazmente el oscuro y anegado foso. Un disparo certero que hizo estallar parte del cráneo del condenado.
     El disparo alertó al otro condenado, Rodney Dagerfield, que hasta que sonó el disparo había estado sumido en su obsesiva tarea. Dagerfiel se incorporó, con los ojos inyectados en sangre y la boca abierta, de la cual se desprendía un líquido burbujeante y de aspecto insalubre. Me fijé en su cuello, roto por el efecto del ahorcamiento, que apenas si tenía fuerzas para soportar el peso de su cabeza, que se ladeaba hacía un lado y hacía otro. Alzó sus manos llenas de tierra y saltó hacía mí. Apreté el gatillo pero, para mi desdicha, del cañón del revólver solo salió un quejido débil. Ningún fogonazo. La lluvia torrencial y mi caída al agua que inundaba cada vez más el foso había mojado la pólvora. En cierto modo, tuve suerte de poder abatir al primer condenado, pero la jodida pistola había terminado por traicionarme. Rodney Dagerfield intentó morderme en el cuello, pero le ofrecí el antebrazo en su lugar. Clavó sus dientes en la carne y solté un alarido que debió asustar hasta el último zorro del maldito desierto. Con la otra mano tanteé el cinturón, debajo del agua, y desenvainé mi puñal. Atravesé el cráneo de Dagerfield con el acero varias veces, astillando los huesos y machacándole los sesos. El condenado me soltó el brazo y dió varios pasos atrás. Hice el amago de alzar el puñal, y me di cuenta en el ardor del combate que ya no tenía nada en la mano. El puñal estaba alojado en la cabeza de Dagerfield.
     Durante unos instantes, Rodney Dagerfield se quedó quieto, con el puñal clavado en el cráneo y mirando a ninguna parte. Luego volvió a verme, como si durante unos segundos me hubiese olvidado por completo, y cuando me volvió a clavar sus ojos rojos empezó a acercarse lentamente, tropezando con el cuerpo del otro condenado que yacía en el fondo del anegado foso. Volví a sacar el revólver, desesperado, y aporreé con furia el gatillo. Chasquido tras chasquido, el jodido revólver seguía sin escupir fuego, cada vez más mojado e inútil. Pero, de improviso, un fogonazo me cegó y la cabeza de Rodney Dagerfield estalló en muchos fragmentos de marfil, carne y sangre seca y pardusca.
     Me quedé atónito, tanto como lo había estado el condenado antes de atacarme, y miré mi pistola dibujando una sonrisa idiota en el rostro. Sin embargo, noté que el revólver estaba frío y no salía humo del cañón.
     -¡Eh, amigo!- Oí entonces, desde arriba.- ¡Agarrate al extremo del cabo si no quiere ahogarse!
     Eran varios tipos, algunos americanos y mexicanos del otro lado de la frontera. Quién me ofrecía el cabo era un tipo bajito pero ancho de espaldas y de vientre. Tenía un rostro oscuro y un enorme mostacho bajo una nariz chata y unos ojos oscuros y hundidos. Parecía, por su apariencia y acento, mexicano.
     Acepté la ayuda cuando el agua ya me cubría hasta el pecho. Agarré el extremo del cabo y aquellos tipos, de aspectos fieros y bravucones, tiraron del otro para subirme. No me gustó el aspecto que tenían, y dudé de la dulzona sonrisa que tenía dibujada en el rostro aquel mexicano. No eran de la clase de gente que ofrecen alguna ayuda de forma puramente altruista. Y tuve la ocasión de comprobarlo poco después, nada más ponerme de pie frente a ellos. El mexicano que me tendió la cuerda, sin perder aquella falsa sonrisa, me puso el cañón de su revólver en la frente.
     -¿Qué carajo hacías ahí abajo, gringo?- Dijo el mexicano.- Contéstame ya o te mando con el Creador, el foso ya está hecho.- Concluyó, con una sonora carcajada. Los demás, unos cinco o seis bravucones montados a caballo, también rieron.
     -Te he hecho una pregunta bien fácil.
    ¿Cómo coño iba a decirle lo que estaba haciendo ahí abajo? Sin duda, no había sido un buen día. Me había librado milagrosamente de dos condenados para caer en las fauces de un mexicano y su banda de fueras de la ley. No podía hacer nada. Eran más numerosos, mi revólver estaba inutilizado y ahora que el ardor de la pelea me abandonada empezaba a sentir el dolor de las mordeduras.
     -Si no me respondes, pinche cabrón, estás muerto.- Dijo el mexicano, amartillando el revólver.

viernes, 5 de noviembre de 2010

El plazo ha expirado

     Llovía con la fuerza de mil demonios en la encrucijada. La oscuridad era impenetrable aquella noche de luna nueva, ninguna estrella en el cielo negro, solo los destellos de una luz rojiza y parpadeante en la misma encrucijada de caminos que conducía al pequeño pueblo de Tombstone. El viento, fuerte y cambiante, hacía imposible que pudiera cubrirme de la lluvia que me azotaba por todas partes. Anduve por el embarrado camino y me acerqué a aquella luz que venía de la encrucijada. Era un lámpara de aceite, protegida por un tipo que estaba sentado en el cruce, bajo la lluvia torrencial. Aquel tipo, cubierto por un grueso manto oscuro, empuñaba una escopeta Winchester de buen calibre. Seguramente era un hombre del sheriff de Tomsbtone, puesto en la encrucijada para asegurarse que el condenado que enterraron aquella mañana no despertara.

     El fiambre, como ya dije, era un tal Rodney Dagerfield, un infeliz al que habían ahorcado por robo reincidente de caballos. Solo era un simple cuatrero, aún no me explico que relación tenía con los renegados y como acabó con un fragmento del mapa bajo su poder. Pero supongo que eso ya no importa. Lo único que importa es que había atravesado medio país para encontrarle, invirtiendo el poco dinero que tenía y jugándome el pellejo, y ahí estaba, enterrado en las inmediaciones de Tombstone, un pueblo perdido en Blood Territory.

     Aquella misma mañana, después de asistir al enterramiento de Rodney Dagerfield, me dirigí a Tombstone para tomar algo y abrevar al caballo. El saloon de Tombstone, como corresponde al de cualquier pueblo de Blood Territory, era una cueva oscura donde se reunían toda suerte de alimañas. Lo bueno de sitios como esos, es que allí nadie pregunta nada, a menos que quiera terminar muerto en cualquier callejón. Cuando me acerqué a la barra, el camarero, un tipo robusto y que apestaba como un caballo mojado, me sirvió whiskey.
     -Aún no he pedido.- Le dije.
     -Ya, pero esto es lo único que tenemos.- Me dijo, malhumorado como supuse que debía andar siempre aquel tipo. Me fije en las estanterías y hallé un montón de botellas vacías. En Blood Territory no se viajaba más de los necesario, y en todos los pueblos carecían de todo. Me bebí aquello de un trago y eché un vistazo al local. Todas las mesas estaban vacías, salvo dos o tres. En una había tres tipos jugando al póker, sin abrir la boca salvo para comentar algo del juego, como si aquellos infelices no tuvieran nada que contarse los unos a los otros. En otra mesa, un viejo borracho intentaba llevarse a la cama a una puta bastante vieja y deteriorada. Estaba tan mermado por el insalubre whiskey del local que no era consciente de que aquella mujer le estaba sacando todo lo que llevaba encima. Entonces detuve la vista en una mesa, en el rincón más oscuro del saloon. Había un tipo sentado, de espaldas a la pared, mirándome fijamente. Le conocía, aunque en aquel momento no recordaba su nombre.
     Me acerqué a él, y el tipo me hizo un gesto para que me sentara. Era un tipo pequeño y muy enclenque, ligeramente encorvado y enjuto de rostro. Parecía muy frágil, como si fuese a romperse en cualquier momento. Tenía el pelo ralo y sucio, y unos anteojos de cristales gruesos que aumentaban el tamaño de sus ojos redondos.
     -Hola señor Dalton.- Dijo, con excesiva formalidad, (tal vez irónica). El tipo sí parecía acordarse de mi nombre.- Me sorprende verlo aquí, tan lejos. ¿No estará intenado huir, verdad?
     -Ya veo que el diablo tiene secuaces por todas partes.- Dije.
     -El señor Barrow me ha enviado a decirte que tu plazo acaba de expirar.
     -Si me da solo unos días más...-
     -Demasiado tarde señor Dalton.- Dijo el hombrecillo.- Usted sabe lo escrupuloso que es el señor Barrow para estas cosas. Le dió diez días exactos. Lamento que no podamos concederle más tiempo. El señor Barrow le ha enviado. ya está en marcha.
     Un estremecimiento recorrió mi espalda. La sangre se agolpó en mi cara y enrojecí. Sentía un fuego en mi piel y sudé como un condenado a muerte al que ya están llevando al cadalso. Puede que en cierto modo así es como estaba, con un pie en el cadalso.
     -¿Le ha enviado? ¿A ...él?- Dije, atropelladamente.
     El hombrecillo inclinó la cabeza, sonriente, como si la situación le resultase divertida. Aquella risa maliciosa me sacó de quicio, me puse de pie y apunté el cañón del revólver a una de las gruesas lentes de sus anteojos. Los escasos clientes del local apenas si alzaron la vista. Los tres pistoleros siguieron jugando al póker, indiferente.
     -Que me mates solo empeorarán las cosas.- Dijo el hombrecillo.- La órden ya ha sido dada.
     -Hagamos un trato.- Dije, intentando mantener una apariencia serena y dispuesto a jugarme la última baza.- Le pagaré al señor Barrow la deuda, y le daré mil dólares por cada día que me retrase.
     -Hágalo si lo deseas, y tal vez con ello ablande el corazón del señor Barrow, pero ten claro que él ya está muy cerca. Te encontrará, no importa donde se esconda, y cuando lo haga, desearás no haber conocido jamás al señor Barrow.

     Estaba muy oscuro y llovía como en el día del diluvio universal. Eso me daba ventaja. Me acerqué por detrás del tipo que vigilaba la tumba de Rodney Dagerfield y le volé la cabeza. Una nube de roja sangre se extendió a través del orificio de salida, a un lado de la frente, y el pobre diablo cayó de bruces como un pesado fardo. Con la lluvia torrencial y la distancia a la que estaba la encrucijada de Tombstone, nadie en el pueblo pudo oir el disparo. Comencé a cavar bajo la lluvia incesante los cuatro metros que me separaban de Dagerfield. La lluvia caló mi ropa, que era muy gruesa, y luego la piel. Cuando la humedad llegó a mis huesos, cavar se convirtió en una dura tarea. En algún momento me detuve, cansado y doliendome de todas las articulaciones, pero entonces me asaltó la mente la imágen del hombrecillo de los anteojos y sus palabras, silbantes como el siseo de una serpiente. "Te encontrará, no importa donde se esconda..." y sentí de repente renovadas fuerzas para seguir cavando. Al cabo de un rato me encontré al fin al tal Rodney Dagerfield. El condenado me estaba dando la espalda, excarvando con gran ansiedad hacía el fondo, creyendo que en esa dirección estaba la superficie. Aún estaba medio envuelto en el sudario.

viernes, 29 de octubre de 2010

La llegada a Blood Territory

     Hacía mucho tiempo que no veía al viejo Bill Mckenzie, y he de decir que me alegró mucho.
     -¿Qué hay Bill?- Le dije, con una sonrisa ladeada y feroz, que parecía más una mueca animal.- Bonita noche para dar un paseo, ¿no te parece?
     Bill no me contestó, siguió mirándome con los ojos muy abiertos y una expresión curiosa, casi infantil, en su rostro moreno y cruzado de cicatrices. No era un valentón precisamente, solía ser muy discreto cuando no conocía el lugar por donde andaba, y evitaba los enfrentamientos contra los tipos que eran más corpulentos que él o tenían fama de apretar el gatillo por cualquier nimiedad y con gran rapidez. Pese a ello arriesgó el cuello por mí en alguna que otra ocasión, y algunas de las cicatrices que cruzaban su rostro ancho y huesudo eran recuerdos de aquellos viejos lances.
     -¿Cómo te va?- Le pregunté mientras deslizaba mis dedos hasta las cartucheras y notaba en la llema de mis dedos el tacto frío del metal. Bill me seguía mirando con aquellos ojos abiertos y enrojecidos, las pupilas contraídas hasta el punto de que no se distinguían. Su piel había adquirido el tono marmóreo propio de los condenados, y estaba llena de pústulas que supuraban un líquido blanquecino que hedía como nadie puede imaginarse. Algunos gusanos reptaban por su piel grisácea y dejaban sobre ella todo género de inmundicias. Nunca había tenido buen aspecto, pero es de justicia decir que en vida no había sido tan desagradable.  

     -La charla ha sido muy interesante pero tengo que irme.- Le dije, y casi como si me hubiese entendido, el condenado se abalanzó hacía mí con una agilidad que desmentía su deteriorado aspecto. Desenfundé los revólveres con acierto y rapidez y le descerrajé un tiro justo en medio de la cejas. Bill cayó al suelo, y durante un instante lo contemplé, con el rostro inexpresivo y una circunferencia del tamaño de una moneda en la frente. Sé por experiencia que algunos se levantan, una y otra vez, de modo que acometí la desagradable tarea de separarle la cabeza del cuerpo. Aún así, con eso no evito que vuelva a levantarse, aunque esta vez no morderá a nadie nunca más. Esta noche había acabado la historia del viejo Bill Mckenzie.

     He llegado por fin a Blood Territory, pero su pomposo nombre no hace justicia a lo que allí he visto. Lo que he visto es aún peor. Cuando estaba en Louisiana había oído que el oeste era el lugar más afectado por la plaga de todo Estados Unidos, y según dicen algunos, allí fue precisamente donde se vieron a los primeros muertos ponerse en pie, como si solo hubiesen estado echando la siesta. Creo recordar que fue algunos meses después del fin de la guerra de secesión. La historia del vaquero John Strachey voló por todo el país. El tal Strachey era un viejo vaquero que estaba guiando su ganado hacia nuevos pastos, cuando se topó con un cementerio no muy lejos de lo que hoy se conoce como Blood Territory. En aquella zona había tenido lugar una batalla en la que murieron varios cientos de confederados, que fueron enterrados allí mismo y de forma improvisada. Pero lo que vio el viejo vaquero aquella tarde fue un montón de cruces de madera rotas y torcidas, o arrancadas de la tierra y esparcidas por todas partes. La tierra parecía haber sido removida y los fosos estaban vacíos. Según explicó Strachey, cerca de allí vio a los soldados de los Estados Confederados, que al parecer no tenían excesivas ganas de descansar en paz. Describió con todo lujo de detalles a aquellos condenados, que aún vestían las casacas azules del ejército confederado y caminaban a pesar de que muchos tenían el cuerpo destrozado o en avanzado estado de descomposición.
     Desde entonces, nadie viaja a Blood Territory a menos que pueda evitarlo, y si han de pasar forzosamente por esta región, no permanecen más tiempo del estrictamente necesario. Pero yo invertí mucho tiempo y el poco dinero que tenía para llegar a este sitio del que Dios se fue hace tiempo. Y tuve que quedarme, al menos por una temporada. Tenía cosas importantes que hacer allí, y si tenía un poco de fortuna, cambiarían mi vida para siempre.

     Tombstone era una mancha de color pardo en el árido y polvoriento horizonte. En una encrucijada del camino vi una multitud de personas, reunidas a coro en torno a un carro de caballos negros que bufaban por el sofocante calor. Quise pasar de largo y llegar a Tombstone para clavarme en algúna posada, tomar algo y abrevar al caballo, pero imaginé que no quedaría un alma en el pueblo. Todos parecían estar congregados en aquella encrucijada. Resolví acercarme y ver que estaban haciendo.
     Había un sacerdote, católico si no recuerdo mal, que estaba dando la extrema unción a un muerto, cubierto por entero con un sudario blanco. Cuando me acerqué, la mitad de los presenté me lanzaron una mirada a medias curiosa y a medias hostiles, y la otra mitad solo me lanzaron una mirada hostil. Me apeé del caballo evitando las miradas de los pueblerinos y me puse junto a un muchacho largo y delgaducho como una espiga que era el único que aún seguía mirando el enterramiento. No debía tener más de catorce o quince años, y probablemente nunca había salido de Tombstone.
     -¿Por qué hacen eso?- Preguntó a otro tipo a cerca de lo que hacían los enterradores en ese instante, que le daban la vuelta al cadáver y lo arrojaban así al foso.- ¿Por qué lo entierran boca abajo?
     -Para que no salga.- Le respondió el tipo, indiferente.- los muertos tienden a cavar hacía delante, de modo que se les da la vuelta para que caven en la dirección equivocada. De esa manera escarban hacía abajo en lugar de hacía la superficie. Mi amigo trabaja en una mina de oro en California, y dijo que una vez vio a uno de ellos, que escarbando, había llegado hasta las galerías más profundas, a más de cien metros bajo tierra.
     -Sí, pero algunos son más listos y consiguen darse la vuelta.- Dije, y los pueblerinos volvieron a mirarme de la misma forma.- ¿Quién és?- Pregunté, aunque ya sospechaba quién era el fiambre.
     -Rodney Dagerfield.- Contestó el mismo tipo.- Lo pillaron otra vez robando caballos, como ya le habían advertido de todas las formas posibles y aún así seguía haciéndolo, el juez Dickson lo condenó a muerte y lo ahorcaron esta mañana.
     Mis sospechas se confirmaron, era Rodney Dagerfield. Esperaba que estuviera vivo pero esto complicaba las cosas. Los enterradores, una vez se aseguraron de que habían arrojado el cadáver boca abajo, salieron del foso y precipitaron la tierra sobre él. Habían cavado un foso de cuatro metros de profundidad, el doble de lo normal, por si acaso supongo. Lamenté que se hubieran tomado tantas molestias porque esa misma noche tendría que volver a la encrucijada y desentarrarlo.