jueves, 18 de noviembre de 2010

Un día de mala suerte

     -¡Vamos! ¡No tengo todo el tiempo!- Vociferó el mexicano, mostrandome su dentadura en una mueca feroz, animal. En la oscuridad de la noche brillaron varias piezas doradas, bajo el grueso y abundante mostacho.
     Yo permanecí en silencio, bajo la torrencial lluvia que azotaba la encrucijada de caminos que conducía al perdido Tombstone. El mexicano y sus compañeros empezaban a impacientarse. Entonces, y como si lo hubiese postergado intencionadamente, el forajido soltó una sonora carcajada.
     -¿Crees que no lo sé?- Dijo aprentando los dientes.- Dame el mapa y te dejaré vivir, de momento.
     Cuando oí sus palabras me recorrió un escalofrío que, torpemente, no pude disimular. El mexicano sonrió anchamente cuando interpretó mi gesto, y amartilló el revólver.
     -Ahora no podrás negar que no sabes nada ¿Verdad, muchacho?
     -¿Como lo sabes?
     -¿Acaso creías que un botín como el oro del sur no llamaría la atención de nadie? Deberías agradecerme que haya aliviado a tantos desperados que andaban buscando el tesoro. Esto es como una gran carrera ¿No te parece? Sí. Y Cada vez somos menos competidores.- Dijo sonriendo.
     -¿Ah sí? ¿Por qué debería decirte donde está el siguiente fragmento del mapa?- Dije, sin demasiado convencimiento, solo para ganar un tiempo con el cual no tenía ni idea de que hacer.
     -Este revólver con el que te estoy encañonando los sesos pesa cuatrocientos gramos y lleva en el tambor seis balas de once gramos cada una ¿Te parece una razón de peso?- Dijo el mexicano, y ya no sonreía.
     -¿Quién me asegura que no me matarás si te lo digo?- Dije lentamente, arrastrando cada silaba en el tiempo, intentando pensar en algo que me sacara de aquella situación que me estaba hundiendo hasta el cuello. Mi arma no funcionaba, la polvora estaba mojada debido a la lluvia torrencial y a mi baño con los dos condenados en el foso de Rodney Dagerfield. Y aunque estuviera en perfectas condiciones, ellos eran seis, lo cual no parecía un duelo muy igualado.
     -Nadie asegura que no te mataré si me lo dices, pero yo te aseguro que te volaré la cabeza si no lo haces en diez jodidos segundos. ¡Diez!
     La lluvia arreciaba con mayor virulencia si cabía y el dolor de las mordeduras me atenazaba con fuerza.
     -¡Nueve!
     Los forajidos se impacientaban y murmuraban entre ellos. Uno se adelantó al resto y dijo, intentando infructuosamente de protegerse de la lluvia con una gruesa manta de piel.- ¡Vamos, Mendoza! ¡Acaba con ese idiota, seguramente no sabe nada!
     -¡Ocho!
     El tipo que le sugirió al mexicano que me volase la tapa de los sesos tuvo seguimiento de los otros forajidos, que estaban encogidos por el frío.- ¡Eso! ¡Es mejor registrar a un muerto que interrogarle! ¡Mátalo de una maldita vez!
     -¡Siete! ...se te acaba el tiempo, gringo... ¡Seis!- Dijo el mexicano, exasperado por mi silencio.
     No tenía más salida que renunciar al mapa. Aunque en el fondo sabía que tan pronto como le dijese todo lo que me reservaba apretaría el gatillo sin dudarlo. Eso es lo que haría yo en su lugar.
     -¡Cinco! ¡Te quedan cinco segundos antes de reunirte con el creador! ¡Cuatro!
     Entonces lo ví todo con claridad. Me había llegado la hora. Lo único en que pensé entonces fue en arrastrar a aquel pestilente mexicano al infierno conmigo. Deslicé mi mano con suma discreción hasta rozar la funda del machete que colgaba del cinto. Con un poco de suerte me daría tiempo a abalanzarme sobre él, machete en mano, y darle un par de puñaladas antes de que sus compañeros me rociaran con una lluvia de plomo. No sería un mal final, me dije, claro está si conseguía matar a aquel cerdo.
     -¡Tres!
     Pero el corazón me dio un vuelco, uno de tantos en aquel ajetreado día. La funda estaba vacía. Entonces recordé a Rodney Dagerfield, hundiéndose en el pozo en que se había convertido su fosa, con mi machete clavado en su cabeza. Hoy no es mi día, me dije.
     -¡Dos!
     Sonreí, tal vez de desesperación, quizás de indiferencia. Aunque saliese vivo de allí, el señor Barrow había puesto un precio tan elevado por mi cabeza que haría rico al que la separara de mi tronco y se la llevase a su despacho. Aquella noche se pondría fin a mis miserias.
     -¡Uno!- Dijo el mexicano y apretó el gatillo. Del cañón salió un quejido débil y un delgaducho hilillo de humo blanco. El agua de aquella lluvia incesante también había terminado por mojar la pólvora de su revólver. Entonces, el forajido soltó una extensa retahila de maldiciones y lanzó la pistola al suelo embarrado. Luego se agachó a recoger el revólver y se volvió a uno de los suyos.
     -¡Eh, Jimmy! ¡Comprueba si tu revólver está seco!- Dijo el mexicano cuando se hubo recompuesto.
     -¡Sí, tómalo y acaba con esto de una maldita vez!
     El mexicano empuñó el revólver y, de repente, una chispa de luz se me encendió en los sesos.
     -¡Has tenido suerte, paleto!- Dije sonriendo, intentando aparentar la mayor serenidad posible. El mexicano me miró con ojos sorprendidos. Traté de evitar temblar por el frío, que me helaba los huesos, a fin de que el forajido no los interpretara como miedo o duda. Sabía que aquel hombre era un bruto, pero también intuía en su mirada que era más astuto que un zorro.
     -¡Veo que no lo entiendes, gringo! ¡La pistola apuntaba a tus sesos, no a los míos!
     -¡Seguro que no es necesario que te mencione al señor Barrow! ¿Verdad, amigo?
     -¿Y qué tiene que ver el señor Barrow en esto? No finjas que eres uno de sus hombres, hueles a vaquero a cien leguas.- Dijo el mexicano, que sonreía de nuevo.
     -Al contrario.- Dije, intentando que la excusa que iba a darle sonara a convincente.- Me ha puesto precio, pero me quiere vivo. El señor Barrow le ha enviado a él, y si se entera que tú me has matado, privándole de su venganza particular, también irá a por tí.- El mexicano ya no reía.
     -¡Mientes! Solo quieres ganar tiempo, cucaracha.
     -Quizás, o quizás no, y en ese caso más vale que te rodees de hombres de verdad y no esos maricas que te acompañan o pronto estarás más fiambre que yo.- Dije, y ciertamente sonó convincente, no obstante nada de lo que le había dicho era del todo mentira. Salvo que al señor Barrow le daba un ardite que me llevaran ante él vivo o dentro de un baúl, pero esto último por nada iba a decirselo.
     -¡Joder! Esta bien, cambio de planes, te llevaré hasta el señor Barrow y cobraré tu recompensa. Y si me has mentido, haré que tengas una muerte lenta. 
     -¿Y qué hay del fragmento del mapa, Mendoza?- Dijo uno de los forajidos.
     -Lo interrogaremos por el camino.- Contestó el mexicano, mirándome con sumo desprecio.- Y más vale que nos lo diga, porque será un viaje largo, muy largo. 

  

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