viernes, 5 de noviembre de 2010

El plazo ha expirado

     Llovía con la fuerza de mil demonios en la encrucijada. La oscuridad era impenetrable aquella noche de luna nueva, ninguna estrella en el cielo negro, solo los destellos de una luz rojiza y parpadeante en la misma encrucijada de caminos que conducía al pequeño pueblo de Tombstone. El viento, fuerte y cambiante, hacía imposible que pudiera cubrirme de la lluvia que me azotaba por todas partes. Anduve por el embarrado camino y me acerqué a aquella luz que venía de la encrucijada. Era un lámpara de aceite, protegida por un tipo que estaba sentado en el cruce, bajo la lluvia torrencial. Aquel tipo, cubierto por un grueso manto oscuro, empuñaba una escopeta Winchester de buen calibre. Seguramente era un hombre del sheriff de Tomsbtone, puesto en la encrucijada para asegurarse que el condenado que enterraron aquella mañana no despertara.

     El fiambre, como ya dije, era un tal Rodney Dagerfield, un infeliz al que habían ahorcado por robo reincidente de caballos. Solo era un simple cuatrero, aún no me explico que relación tenía con los renegados y como acabó con un fragmento del mapa bajo su poder. Pero supongo que eso ya no importa. Lo único que importa es que había atravesado medio país para encontrarle, invirtiendo el poco dinero que tenía y jugándome el pellejo, y ahí estaba, enterrado en las inmediaciones de Tombstone, un pueblo perdido en Blood Territory.

     Aquella misma mañana, después de asistir al enterramiento de Rodney Dagerfield, me dirigí a Tombstone para tomar algo y abrevar al caballo. El saloon de Tombstone, como corresponde al de cualquier pueblo de Blood Territory, era una cueva oscura donde se reunían toda suerte de alimañas. Lo bueno de sitios como esos, es que allí nadie pregunta nada, a menos que quiera terminar muerto en cualquier callejón. Cuando me acerqué a la barra, el camarero, un tipo robusto y que apestaba como un caballo mojado, me sirvió whiskey.
     -Aún no he pedido.- Le dije.
     -Ya, pero esto es lo único que tenemos.- Me dijo, malhumorado como supuse que debía andar siempre aquel tipo. Me fije en las estanterías y hallé un montón de botellas vacías. En Blood Territory no se viajaba más de los necesario, y en todos los pueblos carecían de todo. Me bebí aquello de un trago y eché un vistazo al local. Todas las mesas estaban vacías, salvo dos o tres. En una había tres tipos jugando al póker, sin abrir la boca salvo para comentar algo del juego, como si aquellos infelices no tuvieran nada que contarse los unos a los otros. En otra mesa, un viejo borracho intentaba llevarse a la cama a una puta bastante vieja y deteriorada. Estaba tan mermado por el insalubre whiskey del local que no era consciente de que aquella mujer le estaba sacando todo lo que llevaba encima. Entonces detuve la vista en una mesa, en el rincón más oscuro del saloon. Había un tipo sentado, de espaldas a la pared, mirándome fijamente. Le conocía, aunque en aquel momento no recordaba su nombre.
     Me acerqué a él, y el tipo me hizo un gesto para que me sentara. Era un tipo pequeño y muy enclenque, ligeramente encorvado y enjuto de rostro. Parecía muy frágil, como si fuese a romperse en cualquier momento. Tenía el pelo ralo y sucio, y unos anteojos de cristales gruesos que aumentaban el tamaño de sus ojos redondos.
     -Hola señor Dalton.- Dijo, con excesiva formalidad, (tal vez irónica). El tipo sí parecía acordarse de mi nombre.- Me sorprende verlo aquí, tan lejos. ¿No estará intenado huir, verdad?
     -Ya veo que el diablo tiene secuaces por todas partes.- Dije.
     -El señor Barrow me ha enviado a decirte que tu plazo acaba de expirar.
     -Si me da solo unos días más...-
     -Demasiado tarde señor Dalton.- Dijo el hombrecillo.- Usted sabe lo escrupuloso que es el señor Barrow para estas cosas. Le dió diez días exactos. Lamento que no podamos concederle más tiempo. El señor Barrow le ha enviado. ya está en marcha.
     Un estremecimiento recorrió mi espalda. La sangre se agolpó en mi cara y enrojecí. Sentía un fuego en mi piel y sudé como un condenado a muerte al que ya están llevando al cadalso. Puede que en cierto modo así es como estaba, con un pie en el cadalso.
     -¿Le ha enviado? ¿A ...él?- Dije, atropelladamente.
     El hombrecillo inclinó la cabeza, sonriente, como si la situación le resultase divertida. Aquella risa maliciosa me sacó de quicio, me puse de pie y apunté el cañón del revólver a una de las gruesas lentes de sus anteojos. Los escasos clientes del local apenas si alzaron la vista. Los tres pistoleros siguieron jugando al póker, indiferente.
     -Que me mates solo empeorarán las cosas.- Dijo el hombrecillo.- La órden ya ha sido dada.
     -Hagamos un trato.- Dije, intentando mantener una apariencia serena y dispuesto a jugarme la última baza.- Le pagaré al señor Barrow la deuda, y le daré mil dólares por cada día que me retrase.
     -Hágalo si lo deseas, y tal vez con ello ablande el corazón del señor Barrow, pero ten claro que él ya está muy cerca. Te encontrará, no importa donde se esconda, y cuando lo haga, desearás no haber conocido jamás al señor Barrow.

     Estaba muy oscuro y llovía como en el día del diluvio universal. Eso me daba ventaja. Me acerqué por detrás del tipo que vigilaba la tumba de Rodney Dagerfield y le volé la cabeza. Una nube de roja sangre se extendió a través del orificio de salida, a un lado de la frente, y el pobre diablo cayó de bruces como un pesado fardo. Con la lluvia torrencial y la distancia a la que estaba la encrucijada de Tombstone, nadie en el pueblo pudo oir el disparo. Comencé a cavar bajo la lluvia incesante los cuatro metros que me separaban de Dagerfield. La lluvia caló mi ropa, que era muy gruesa, y luego la piel. Cuando la humedad llegó a mis huesos, cavar se convirtió en una dura tarea. En algún momento me detuve, cansado y doliendome de todas las articulaciones, pero entonces me asaltó la mente la imágen del hombrecillo de los anteojos y sus palabras, silbantes como el siseo de una serpiente. "Te encontrará, no importa donde se esconda..." y sentí de repente renovadas fuerzas para seguir cavando. Al cabo de un rato me encontré al fin al tal Rodney Dagerfield. El condenado me estaba dando la espalda, excarvando con gran ansiedad hacía el fondo, creyendo que en esa dirección estaba la superficie. Aún estaba medio envuelto en el sudario.

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