viernes, 29 de octubre de 2010

La llegada a Blood Territory

     Hacía mucho tiempo que no veía al viejo Bill Mckenzie, y he de decir que me alegró mucho.
     -¿Qué hay Bill?- Le dije, con una sonrisa ladeada y feroz, que parecía más una mueca animal.- Bonita noche para dar un paseo, ¿no te parece?
     Bill no me contestó, siguió mirándome con los ojos muy abiertos y una expresión curiosa, casi infantil, en su rostro moreno y cruzado de cicatrices. No era un valentón precisamente, solía ser muy discreto cuando no conocía el lugar por donde andaba, y evitaba los enfrentamientos contra los tipos que eran más corpulentos que él o tenían fama de apretar el gatillo por cualquier nimiedad y con gran rapidez. Pese a ello arriesgó el cuello por mí en alguna que otra ocasión, y algunas de las cicatrices que cruzaban su rostro ancho y huesudo eran recuerdos de aquellos viejos lances.
     -¿Cómo te va?- Le pregunté mientras deslizaba mis dedos hasta las cartucheras y notaba en la llema de mis dedos el tacto frío del metal. Bill me seguía mirando con aquellos ojos abiertos y enrojecidos, las pupilas contraídas hasta el punto de que no se distinguían. Su piel había adquirido el tono marmóreo propio de los condenados, y estaba llena de pústulas que supuraban un líquido blanquecino que hedía como nadie puede imaginarse. Algunos gusanos reptaban por su piel grisácea y dejaban sobre ella todo género de inmundicias. Nunca había tenido buen aspecto, pero es de justicia decir que en vida no había sido tan desagradable.  

     -La charla ha sido muy interesante pero tengo que irme.- Le dije, y casi como si me hubiese entendido, el condenado se abalanzó hacía mí con una agilidad que desmentía su deteriorado aspecto. Desenfundé los revólveres con acierto y rapidez y le descerrajé un tiro justo en medio de la cejas. Bill cayó al suelo, y durante un instante lo contemplé, con el rostro inexpresivo y una circunferencia del tamaño de una moneda en la frente. Sé por experiencia que algunos se levantan, una y otra vez, de modo que acometí la desagradable tarea de separarle la cabeza del cuerpo. Aún así, con eso no evito que vuelva a levantarse, aunque esta vez no morderá a nadie nunca más. Esta noche había acabado la historia del viejo Bill Mckenzie.

     He llegado por fin a Blood Territory, pero su pomposo nombre no hace justicia a lo que allí he visto. Lo que he visto es aún peor. Cuando estaba en Louisiana había oído que el oeste era el lugar más afectado por la plaga de todo Estados Unidos, y según dicen algunos, allí fue precisamente donde se vieron a los primeros muertos ponerse en pie, como si solo hubiesen estado echando la siesta. Creo recordar que fue algunos meses después del fin de la guerra de secesión. La historia del vaquero John Strachey voló por todo el país. El tal Strachey era un viejo vaquero que estaba guiando su ganado hacia nuevos pastos, cuando se topó con un cementerio no muy lejos de lo que hoy se conoce como Blood Territory. En aquella zona había tenido lugar una batalla en la que murieron varios cientos de confederados, que fueron enterrados allí mismo y de forma improvisada. Pero lo que vio el viejo vaquero aquella tarde fue un montón de cruces de madera rotas y torcidas, o arrancadas de la tierra y esparcidas por todas partes. La tierra parecía haber sido removida y los fosos estaban vacíos. Según explicó Strachey, cerca de allí vio a los soldados de los Estados Confederados, que al parecer no tenían excesivas ganas de descansar en paz. Describió con todo lujo de detalles a aquellos condenados, que aún vestían las casacas azules del ejército confederado y caminaban a pesar de que muchos tenían el cuerpo destrozado o en avanzado estado de descomposición.
     Desde entonces, nadie viaja a Blood Territory a menos que pueda evitarlo, y si han de pasar forzosamente por esta región, no permanecen más tiempo del estrictamente necesario. Pero yo invertí mucho tiempo y el poco dinero que tenía para llegar a este sitio del que Dios se fue hace tiempo. Y tuve que quedarme, al menos por una temporada. Tenía cosas importantes que hacer allí, y si tenía un poco de fortuna, cambiarían mi vida para siempre.

     Tombstone era una mancha de color pardo en el árido y polvoriento horizonte. En una encrucijada del camino vi una multitud de personas, reunidas a coro en torno a un carro de caballos negros que bufaban por el sofocante calor. Quise pasar de largo y llegar a Tombstone para clavarme en algúna posada, tomar algo y abrevar al caballo, pero imaginé que no quedaría un alma en el pueblo. Todos parecían estar congregados en aquella encrucijada. Resolví acercarme y ver que estaban haciendo.
     Había un sacerdote, católico si no recuerdo mal, que estaba dando la extrema unción a un muerto, cubierto por entero con un sudario blanco. Cuando me acerqué, la mitad de los presenté me lanzaron una mirada a medias curiosa y a medias hostiles, y la otra mitad solo me lanzaron una mirada hostil. Me apeé del caballo evitando las miradas de los pueblerinos y me puse junto a un muchacho largo y delgaducho como una espiga que era el único que aún seguía mirando el enterramiento. No debía tener más de catorce o quince años, y probablemente nunca había salido de Tombstone.
     -¿Por qué hacen eso?- Preguntó a otro tipo a cerca de lo que hacían los enterradores en ese instante, que le daban la vuelta al cadáver y lo arrojaban así al foso.- ¿Por qué lo entierran boca abajo?
     -Para que no salga.- Le respondió el tipo, indiferente.- los muertos tienden a cavar hacía delante, de modo que se les da la vuelta para que caven en la dirección equivocada. De esa manera escarban hacía abajo en lugar de hacía la superficie. Mi amigo trabaja en una mina de oro en California, y dijo que una vez vio a uno de ellos, que escarbando, había llegado hasta las galerías más profundas, a más de cien metros bajo tierra.
     -Sí, pero algunos son más listos y consiguen darse la vuelta.- Dije, y los pueblerinos volvieron a mirarme de la misma forma.- ¿Quién és?- Pregunté, aunque ya sospechaba quién era el fiambre.
     -Rodney Dagerfield.- Contestó el mismo tipo.- Lo pillaron otra vez robando caballos, como ya le habían advertido de todas las formas posibles y aún así seguía haciéndolo, el juez Dickson lo condenó a muerte y lo ahorcaron esta mañana.
     Mis sospechas se confirmaron, era Rodney Dagerfield. Esperaba que estuviera vivo pero esto complicaba las cosas. Los enterradores, una vez se aseguraron de que habían arrojado el cadáver boca abajo, salieron del foso y precipitaron la tierra sobre él. Habían cavado un foso de cuatro metros de profundidad, el doble de lo normal, por si acaso supongo. Lamenté que se hubieran tomado tantas molestias porque esa misma noche tendría que volver a la encrucijada y desentarrarlo.

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