jueves, 11 de noviembre de 2010

La lluvia en la encrucijada

     Rodney Dagerfield excavaba como un poseso, dejando escapar de su boca burbujeante y llena de espuma un gruñido animal. El sudario en el que lo habían envuelto estaba desgarrado, pero aún cubría sus piernas. En la encrucijada, la lluvia arreciaba alrededor del foso en el que lo habían enterrado, y el cielo empezó a rugir de cólera. Cerca del foso yacía inerte el tipo que había custodiado a Rodney Dagerfield en su viaje al centro de la Tierra.

     Buscando a este simple cuatrero había dejado el Este para regresar al lejano y polvoriento Oeste. Pero Rodney Dagerfield, ahorcado aquella misma mañana en la encrucijada de Tombstone, escondía algo que me interesaba. Después de asistir al enterramiento del ladrón de caballos, me topé con el secretario del señor Barrow. Esa rata me recordó la deuda que contraje con el infame Barrow, hace ya algún tiempo, en el Este. Y en aquel sucio antro se me heló la sangre cuando me advirtió que le había enviado para ajustarme la deuda. A él...

     El condenado seguía excavando frenéticamente. Ajeno a mí y a la lluvia torrencial que empezó a inundar rápidamente el foso. Saqué el revólver y apunté a su nuca con serenidad. Ahora que pienso en ello creo que sonreía bajo el ala del sombrero. Me encanta acabar con esos condenados, sobre todo después de lo que pasó en Dogville. Amartillé el revólver con un chasquido metálico que el condenado no oyó, pero, de improviso, otro condenado se abalanzó hacía mí con la rapidez de un coyote. En un abrir y cerrar de ojos me hallé dentro del foso, con el agua hasta la cintura y aquel condenado encima. Sentí una fuerte presión en el hombro, sin duda una dentellada del condenado, y noté como dejó de morderme para buscar el cuello. Obviamente no se lo ofrecí, y me revolví con la desesperación de quién tiene puesta la soga al pescuezo. Golpeé a mi atacante sorpresa y me giré. Era el hijo de puta al que había mandado al infierno hace solo unos minutos. El hombre que puso el sheriff en la encrucijada para vigilar la tumba de Rodney Dagerfield. Me dije estúpido por haberme permitido tener aquel fallo, tal vez el último, y me eché lo más hacía atrás que me permitió el estrecho foso.
     El condenado volvió a la carga. Ví en sus ojos enrojecidos y su boca espumosa una visión horrorosa, algo que no podía describirse ni siquiera como animal. Se volvió a abalanzar tan rápido que apenas me dió tiempo de levantar el arma, apuntar hacía él, y apretar el gatillo. Un destello cegador iluminó fugazmente el oscuro y anegado foso. Un disparo certero que hizo estallar parte del cráneo del condenado.
     El disparo alertó al otro condenado, Rodney Dagerfield, que hasta que sonó el disparo había estado sumido en su obsesiva tarea. Dagerfiel se incorporó, con los ojos inyectados en sangre y la boca abierta, de la cual se desprendía un líquido burbujeante y de aspecto insalubre. Me fijé en su cuello, roto por el efecto del ahorcamiento, que apenas si tenía fuerzas para soportar el peso de su cabeza, que se ladeaba hacía un lado y hacía otro. Alzó sus manos llenas de tierra y saltó hacía mí. Apreté el gatillo pero, para mi desdicha, del cañón del revólver solo salió un quejido débil. Ningún fogonazo. La lluvia torrencial y mi caída al agua que inundaba cada vez más el foso había mojado la pólvora. En cierto modo, tuve suerte de poder abatir al primer condenado, pero la jodida pistola había terminado por traicionarme. Rodney Dagerfield intentó morderme en el cuello, pero le ofrecí el antebrazo en su lugar. Clavó sus dientes en la carne y solté un alarido que debió asustar hasta el último zorro del maldito desierto. Con la otra mano tanteé el cinturón, debajo del agua, y desenvainé mi puñal. Atravesé el cráneo de Dagerfield con el acero varias veces, astillando los huesos y machacándole los sesos. El condenado me soltó el brazo y dió varios pasos atrás. Hice el amago de alzar el puñal, y me di cuenta en el ardor del combate que ya no tenía nada en la mano. El puñal estaba alojado en la cabeza de Dagerfield.
     Durante unos instantes, Rodney Dagerfield se quedó quieto, con el puñal clavado en el cráneo y mirando a ninguna parte. Luego volvió a verme, como si durante unos segundos me hubiese olvidado por completo, y cuando me volvió a clavar sus ojos rojos empezó a acercarse lentamente, tropezando con el cuerpo del otro condenado que yacía en el fondo del anegado foso. Volví a sacar el revólver, desesperado, y aporreé con furia el gatillo. Chasquido tras chasquido, el jodido revólver seguía sin escupir fuego, cada vez más mojado e inútil. Pero, de improviso, un fogonazo me cegó y la cabeza de Rodney Dagerfield estalló en muchos fragmentos de marfil, carne y sangre seca y pardusca.
     Me quedé atónito, tanto como lo había estado el condenado antes de atacarme, y miré mi pistola dibujando una sonrisa idiota en el rostro. Sin embargo, noté que el revólver estaba frío y no salía humo del cañón.
     -¡Eh, amigo!- Oí entonces, desde arriba.- ¡Agarrate al extremo del cabo si no quiere ahogarse!
     Eran varios tipos, algunos americanos y mexicanos del otro lado de la frontera. Quién me ofrecía el cabo era un tipo bajito pero ancho de espaldas y de vientre. Tenía un rostro oscuro y un enorme mostacho bajo una nariz chata y unos ojos oscuros y hundidos. Parecía, por su apariencia y acento, mexicano.
     Acepté la ayuda cuando el agua ya me cubría hasta el pecho. Agarré el extremo del cabo y aquellos tipos, de aspectos fieros y bravucones, tiraron del otro para subirme. No me gustó el aspecto que tenían, y dudé de la dulzona sonrisa que tenía dibujada en el rostro aquel mexicano. No eran de la clase de gente que ofrecen alguna ayuda de forma puramente altruista. Y tuve la ocasión de comprobarlo poco después, nada más ponerme de pie frente a ellos. El mexicano que me tendió la cuerda, sin perder aquella falsa sonrisa, me puso el cañón de su revólver en la frente.
     -¿Qué carajo hacías ahí abajo, gringo?- Dijo el mexicano.- Contéstame ya o te mando con el Creador, el foso ya está hecho.- Concluyó, con una sonora carcajada. Los demás, unos cinco o seis bravucones montados a caballo, también rieron.
     -Te he hecho una pregunta bien fácil.
    ¿Cómo coño iba a decirle lo que estaba haciendo ahí abajo? Sin duda, no había sido un buen día. Me había librado milagrosamente de dos condenados para caer en las fauces de un mexicano y su banda de fueras de la ley. No podía hacer nada. Eran más numerosos, mi revólver estaba inutilizado y ahora que el ardor de la pelea me abandonada empezaba a sentir el dolor de las mordeduras.
     -Si no me respondes, pinche cabrón, estás muerto.- Dijo el mexicano, amartillando el revólver.

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