martes, 30 de noviembre de 2010

Un alto en el camino

     El sol caía ahora en perpendicular sobre nuestras cabezas. Ninguna nube en el cielo claro obstaculizaba al ardiente sol de Nuevo México, que batía nuestros sesos inmisericorde. Incluso mis captores, montados sobre sus cabalgaduras y con los rostros bajo la sombra del ala del sombrero, rebuznaban como bestias. Mi situación era obviamente peor. Una soga me rodeaba el cuello, de la cual tironeaba aquel forajido mexicano al que habían llamado Mendoza. Había cubierto a pie, acicateado continuamente por el bandido, una considerable distancia bajo el sol abrasador del desierto. Las heridas del hombro y el antebrazo me escocían cada vez más, como si diminutas hormigas incandescentes reptaran debajo de mi piel. Era una mala señal.
     -Por esta región hay un viejo almacén abandonado, si mal no recuerdo.- Oí decir al mexicano.
     -Podríamos pasar allí la noche ¿no?- Intervino otro forajido, rubio y delgaducho, que mascaba tabaco obsesivamente.
     -Este sitio no me gusta.- Oí decir a un tercero, vestido con un traje negro con delgadas líneas blancas y un bombín inglés. Tenía dos largas trenzas negras y un rostro moreno y pétreo, sin duda indio.
     -¿Qué te pasa, Jefe?- Dijo el rubio delgaducho. Intuí que Jefe debía ser el apodo del indio, pues estaba claro que el tal Mendoza era el que manejaba los hilos.
     -Demasiada calma, demasiado silencio. No hay vida en este paraje, ni siquiera pájaros. Esta calma no es natural.- Dijo el Jefe.
     A veces me caía, pero el tipo que me llevaba atado no detenía su caballo y me arrastraba varios metros por el polvoriento terreno hasta que conseguía ponerme de pie. Mis pasos se entorpecía por el cansancio y la deshidratación y las fuerzas de mis piernas flaqueaban.
     -¡Vamos, idiota!- Decía mi custodio, tironeando la soga de vez en cuando.

     El paraje era desolador. Una llanura seca y polvorienta se extendía hasta donde alcanzaba la vista, charcos de falsa humedad se reflejaban en el terreno inhóspito por acción de los agresivos rayos del sol. En medio de aquella vacía vista había una pequeña y destartalada casucha. El mexicano indicó con el mentón que ese era el lugar donde iban a pasar la fría noche del desierto. No había movimiento ni indicio de vida. Aquel viejo almacén debía estar abandonado hacía mucho.
     Entraron en el almacén y me ataron a una viga, con las manos cruzadas a la espalda. Mis rodillas se doblaron como débiles éspigas que no soportaban mi peso. La deshidratación, la fatiga y un dolor creciente que venía del hombro y el antebrazo estaban acabando conmigo.
     -¿Por qué no te gusta este sitio, jefe?- Dijo el tipo delgaducho que mascaba tabaco.
     -Parece que los oigo Trent.- Dijo el indio, con la mirada perdida en pensamientos secretos.- están en oscuras y húmedas cuevas, olfateando el aire. Parece como si los oyera salivar en la oscuridad al olernos...
     -A propósito ¿Qué es ese olor?- Dijo Mendoza, olisqueando el aire como un perro. Luego descubrió mi hombro y vio la dentellada que me dio el condenado en el foso de la encrucijada. Un olor nauseabundo emanaba de mi herida, junto a un fluido blanquecino, parecido a la pus. El mexicano se inclinó hacia atrás.
     -¡Qué sorpresa! ¡Te han infectado!
     Yo ya lo intiuía. Aquel picor insoportable, la sensación de las hormigas incandescentes debajo de la piel, sabía que eran los síntomas. Aquella circunstancia empeoró aún más la situación. Y como me había mostrado muchas veces la experiencia, cuando ya crees que nada puede ir peor, va peor, mucho peor.
     -Ya sabes que si no te dan el brebaje antes de que mueras...- Dijo el mexicano, deleitándose en cada sílaba.- ...Serás uno de ellos.
     Traté de mirarle a los ojos, pero los párpados se me cerraban, pesados como yunques. La frente estaba cada vez más ardiente, y el sudor cada vez más frío e insano. Sabía que tenía razón. Los condenados te maldicen al morderte, aquello que te transmiten te acaba matando, y cuando eso sucede renaces como uno de ellos. Una criatura antropófaga, no piensa, ni siente, solo actúa. Los indios tenían un brebaje que podía sanarte, pero solo era útil si lo recibias antes de morir. Como dicen, la muerte es el único mal que no tiene remedio.
     -En tu estado no durarás mucho, un par de días tal vez,  ...si estás hecho de buena madera.- Dijo el mexicano.- Luego vendrá la muerte, pero lamentablemente para tí ese no es el final. Te levantarás, y... ¿No tienes curiosidad por saber que se siente?- Rió, sádico.
    Mendoza se sentó junto a mí. Pese a mi estado pude percibir, para mi desgracia, su nauseabundo olor a sudor. El delgaducho que mascaba tabaco compulsivamente me miraba, sonriendo maliciosamente como una gárgola. El jefe seguía inquieto, mirando a todas partes como si esperase una amenaza inminente.
     -Hagamos un nuevo trato.- Dijo Mendoza, al cabo.- Tú necesitas apremiantemente el brebaje, y yo necesito apremiantemente lo que tú sabes a cerca del oro del sur. ¿Canjeamos una cosa por la otra? 

     La noche cayó sobre la destartalada casucha. No había luna ni estrellas, sino una oscuridad insondable. Entonces se escuchó el primer quejido, débil y antinatural. Mendoza ordenó apagar las lámparas y se llevó un dedo a los labios, indicando silencio.
     -Trent, mira por la ventana a ver cuantos son.- Dijo el mexicano.
     Trent se deslizó hasta la ventana, apartando sutilmente las cortinas que bailaban junto a la frágil ventana de cristal. El forajido rubio y delgaducho reprimió un grito agudo, instintivo, y luego se volvió hacia los demás, sudando como un cerdo conducido al matadero.
     -A veces me da miedo ese sexto sentido tuyo, Jefe.- Dijo, mirando al indio.- Hay cientos ahí fuera.

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